De pronto se acordó de aquel hombre que veía todas las tardes al salir del colegio cuando no era verano. El hombre tenía un perro.
El perro era pequeño, delgaducho y hambriento. Y no tenia nombre; «chucho» le llamaba su dueño, únicamente. El hombre era grandote, sucio y sin afeitar. Siempre estaba borracho, decía palabrotas y pegaba a al perro cuando estaba enfadado, que era a todas horas «Vete, maldito chucho», le decía dándole una patada, y el perro se alejaba unos pasos, pero nunca se iba.
Aquel hombre tenía tanto vino en su cuerpo que a veces se caía en medio de la calle. El perro entonces acudía a lamerle las manos y la cara, y se ponía nervioso y aullaba tristemente si no se levantaba; y se echaba delante de su amo caído por si venía un coche, y gruñía furioso y enseñaba los dientes cuando oía que algún niño le gritaba «¡Borracho!».
Quique no comprendía por qué aquel perro defendía al borracho si él lo trataba mal. Un día le pregunto a papá.
- Porque es su amo, Quique.- Le respondió su padre
- Pero es malo y le pega.
- Los perros nunca piensan si sus dueños son buenos o malos: los quieren y ya está, le da igual como sean.
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